Sábado santo rojo: la legalización del PCE

El 9 de abril de 1977, día de Sábado Santo, el Partido Comunista de España era admitido en el Registro de Asociaciones. Dicho de otra manera, se declaraba su legalidad, presentada por algunos como prueba de fuego de la voluntad democrática manifestada por el gobierno de Adolfo Suárez.

La legalización era, sin duda, un éxito ganado a pulso, desde que, ya en 1939, el PCE tomara la firme decisión de no ser un “partido de emigración”. De hecho, pronto se convirtió en la columna vertebral de la oposición a la dictadura, pagando por ello un durísimo precio en muertos, exiliados, encarcelados o torturados. Fueron miles de historias personales, trágicas y heroicas, con las que -como señala en sus memorias el dirigente comunista José Sandoval- se tejió “la lucha de un pueblo por una vida digna”.

La presencia del PCE en los sectores más dinámicos de la sociedad española era indiscutible; por ello, mantenerlo en la ilegalidad hubiera generado evidentes efectos deslegitimadores para el nuevo régimen postfranquista. Pero la transición no tuvo una hoja de ruta escrita desde el principio, aunque sí dos ideas directrices básicas: evitar que el cambio político trastocara los equilibrios económico-sociales y aceptar que las luchas populares y los cambios sociales del país hacían inviable un franquismo sin Franco.

Dentro de esos anchos límites se movía un proceso en el que la legalización del PCE había de llegar antes o después. Acertar en el tiempo como lo hizo el gobierno Suárez representó, sin duda, una muestra de inteligencia por su parte. Porque no todos pensaban así. De hecho una parte muy importante del ejército creía que no debía admitirse a los comunistas en modo alguno, y el mismísimo Fraga, hoy elevado a los altares, calificó entonces la decisión del Gobierno de “auténtico golpe de Estado”. Hay testimonios de que la mayoría de los dirigentes de la oposición habrían aceptado participar en las nuevas elecciones con un PCE en las tinieblas, posponiendo la legalización a unas futuras Cortes constituyentes. Parece que ésta era también una opción bien vista por la mayoría de las cancillerías occidentales.

Finalmente prevaleció la vía más realista, antes por cálculo que por sentido democrático. En abril de 1977, quedaban ya lejos los momentos de movilización social más intensos, y se recordaba bien el fracaso a medias del pulso huelguístico del pasado 12 de Noviembre o el triunfo aplastante de la Ley de Reforma Política. El fiasco de la “ruptura” y el triunfo de la “reforma” apenas podían maquillarse con eufemismos. Al compás del descenso de la marea movilizadora, se consolidaba el peso creciente de la “oposición moderada” frente al PCE y sus organizaciones afines.

Suárez sabía todo eso, y también manejaba encuestas que mostraban que la posibilidad de una situación “a la italiana” (con un PCE fuerte y un Partido Socialista débil) era poco más que una ilusión. Aun así, se extremaron las cautelas para la legalización: promesas de aceptación de la monarquía y la “unidad de España”, y de un futuro “pacto social”; admisión a sólo dos meses de las elecciones, dando facilidades para situarse mejor a sus rivales socialistas; o una ley electoral que perjudicaba ostensiblemente a los comunistas.

Así, paradójicamente, la legalización del PCE se convertía en un elemento más de la victoria de la reforma sobre la ruptura. Los impulsos renovadores del antifraquismo se neutralizaban y diluían en un nuevo clima político en el que el se imponía el predominio de los sectores procedentes del franquismo o de la disidencia moderada escasamente activa contra la dictadura. España se convertía en pionera de una senda, que luego otros países seguirían, de disolución de la herencia antifascista, en la medida en que ésta combinaba democracia política e igualitarismo social. Por eso también se exorcizaba la memoria republicana, que evocaba en exceso los viejos sueños de transformaciones.

Con la legalidad, una militancia tenaz y abnegada lograba un merecido reposo o al menos un alivio, pero el PCE entraba en el nuevo sistema debidamente embridado. En su “pacto con el diablo”, perdía no sólo parte importante de sus señas de identidad, sino que también veía seriamente alteradas perspectivas políticas centrales en sus análisis, incluidos los más recientes de su Manifiesto-Programa; no sólo debía renunciar a la quimérica “democracia política y social”, sino también a la simple “ruptura democrática”, entrando a jugar en un campo severamente acotado por el adversario. Lo que sucedió después con el PCE -sus crisis y desgarros- es, sin duda, otra historia, pero algunas de sus claves fundamentales radican en lo sucedido en los años cruciales de 1974-1977.

Profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Oviedo

publicado en lavozdeasturias.es